Lo que aprendí mirando la publicidad con lentes de periodista

Hace unos días atrás la directora de operaciones de Facebook, Sheryl Sandberg, entregó un discurso a los graduados del MBA de Harvard haciendo un llamado a la honestidad en el trabajo y a eliminar las barreras entre la personalidad en el ámbito laboral y el “resto de la vida”. Tener caretas para cada ocasión no funciona, dice ella, y tampoco es una buena actitud.

Ser honesto está de moda. Es algo que le hace bien al mundo de los negocios, y que ha demostrado ser necesario en más de un sector, en la política por ejemplo, y por supuesto que más que nunca en la publicidad. Parece curioso tener que decirlo, pero sería ingenuo pensar que es algo que abunde en el ethos de nuestra sociedad. Incluso en periodismo, donde debería estar al tope de la escala de importancias, se trata de algo que mucho se pregona pero no tanto se aplica. 

Cuando leemos el diario es porque buscamos noticias, pero también nos encontramos con avisos, muchas veces ocupando más espacio que el contenido informativo. Desde siempre el periodismo ha estado acompañado de la publicidad, y en la escuela la enseñanza es que ambos mundos coexisten pero no necesariamente se relacionan.

Siempre se ha dicho lo importante que es mantener el departamento comercial separado por una cortina de hierro de la sala de redacción e incluso se habla de que el periodista que trabaja en comunicación estratégica, relaciones públicas o publicidad, se pasa al lado oscuro de la fuerza. Sin embargo, son dos industrias que benefician enormemente de su sinergia, y la tendencia apunta cada vez más a la de un intercambio de conocimientos permanente.

A pesar de ser estudiante de periodismo, uno de mis mejores amigos está casi egresado de publicidad y yo escribía en un sitio web acerca del tema mucho antes de entrar a la universidad. Claramente es una industria a la cual nunca le he tenido el rechazo que muchos en el gremio del periodismo, y de hecho es una de la cual siempre procuro estar relativamente actualizado. En general, tengo mucho respeto por un trabajo que, gracias a muchos profesionales jóvenes, es bastante menos perverso que lo que se cree.

Y para allá va la cosa. Tuve la oportunidad de ir al festival PUMO de marketing y publicidad móvil, y algo que noté mucho de las distintas conferencias fue como los expositores destacaban la importancia del respeto por los usuarios y audiencias. Una de las campañas le preguntaba tres veces al usuario si quería ver su contenido a través de internet y luego el teléfono móvil. Permitir al usuario eliminar la publicidad, ser honestos, preguntarle por sus preferencias, dar margen a la privacidad y entender que el usuario no quiere ser molestado son algunas de las claves que hoy la publicidad tiene en cuenta antes de desplegar campañas.

El hecho de entender la tecnología como extensión del hombre es vital para este cambio de mirada en el mercado publicitario. Si bien ya lo decía Marshall McLuhan hace años, recién hoy lo comprende la industria de las comunicaciones. El contexto del festival PUMO no es casual: el Smartphone es una verdadera extensión de la persona y si bien es masivo en su alcance, es el dispositivo más personal que existe. Llegar a esa pantalla es la forma no presencial más directa de apelar a una persona y vulnerar ese espacio es la peor forma de invadir su privacidad.

Por lo tanto, se vuelve inevitable cambiar la concepción de publicidad y dejar de mirarla como un proceso del marketing de un producto y cada vez más entenderla como un producto en si mismo que debe, necesariamente, generar valor. Si el contenido no es útil, simplemente no será consumido en un mundo donde la información es abundante.

De esta forma, publicitar una marca se transforma en un proceso de producción de contenidos, no tan distinto a grandes rasgos de la metodología de trabajo de la industria editorial. En el libro No Logo, Naomi Klein argumenta que las marcas hoy se preocupan menos del producto y más de vender un ideario de estilo de vida, y de hecho hablar de marca en lugar de utilizar términos como empresa o compañía es una buena prueba semántica de que ciertamente es así. También señala los peligros de dicho cambio, indicando que hoy “las marcas poderosas ya no sólo publicitan en las revistas, sino que también controlan el contenido”.

Y aquí entramos a un tema complicado que ocurre en muchas facultades de comunicaciones. Como estudiante, uno entra a una sala de clases en la que le dicen que la audiencia es cada vez más consciente y crítica, para luego entrar al siguiente curso sólo para destruir ese pensamiento bajo la premisa de que las organizaciones pueden manipular a las personas de tal manera que hoy tienen más poder que nunca. Esto no está limitado al periodismo, ya que en publicidad también ocurre que las agencias se enfrentan a un público objetivo cada vez más difícil de alcanzar, pero por otro lado los profesores llegan a disparatar comentarios en los que se trata a los adultos como alguien no más maduro ni menos influenciable que un niño de 8 años.

Lo cierto es que vender estilos de vida no es nuevo. Jonah Sachs, autor de La Guerra de las Historias habla de la ansiedad que provoca la publicidad cuando genera necesidades ficticias y lo llama el “arte oscuro”. Menciona que el exponente más prominente es la marca Cadillac a fines de los años ’50:

“Los anuncios [de Cadillac] no estaban dirigidos solamente a aquellos que podían pagar su exorbitante costo de US$5000, sino que también a aquellos que aspiraban a tales alturas. Estos avisos no sólo vendían autos, sino que vendían un set de valores –acerca de la felicidad, identidad y la buena vida. El sutil efecto de estas campañas era coaccionar a los estadounidenses a trabajar más horas a la semana y a tomar mayores sacrificios para subir un escalón más desde un Chevrolet a un Buick y un día, dios mediante, al automóvil supremo: el Cadillac”.

Las empresas de la época prácticamente inventaron la obsolescencia planificada cuyo principal exponente en el presente es –sin lugar a dudas– la compañía de Cupertino, Apple. Cada año los principales fabricantes lanzarían un modelo nuevo totalmente rediseñado, haciendo ver al anterior pequeño y vergonzoso, comunicando todo lo contrario de la historia que el usuario quería contar al manejar su Cadillac. Como señala Sachs, esto fue responsable de que una generación completa del mundo occidental viviera en constante ansiedad y creara la cultura de “subir peldaños en la escala profesional” que ha sido tan dominante hasta hoy.

A propósito de la escala profesional, Sandberg señaló en su discurso que “la metáfora tradicional de una carrera es una escalera, pero yo no creo que ya sea válido. No tiene sentido en el mundo de hoy, cada vez menos jerárquico”. Más adelante señala que las personas de éxito se mueven arriba, abajo, al lado… que actualmente la tendencia es construir habilidades y no construir curriculums.

Esto tiene profunda resonancia con la tendencia de ser más honesto que el mundo de la publicidad necesita hoy capitalizar. Jason Saul, CEO de Mission Measurement –una organización que ofrece consultorías en materias sociales–señala que las empresas deben generar un efecto positivo en las sociedades que afectan y no solamente paliar sus efectos negativos. Aquí en nuestro país el director de innovación de Un Techo para Chile, Matías Rojas, asegura que el 75% compañías incapaces de ofrecer un beneficio social dejarán de ser rentables para 2030.

Ya se ha dicho largo y tendido que las estructuras tradicionales ya no sirven. Ahora el poder está la ciudadanía (audiencia, usuario) y no en las cúpulas. Ocurre en la esfera política, en las empresas e incluso en organizaciones tan estables como las universidades: todas las instituciones de la Ivy League, incluyendo Harvard, cayeron detrás de Stanford, una universidad antes mirada en menos por no exigir tesis –evaluando a sus graduados con trabajos prácticos de impacto social y con notas de sus propios pares– y que hoy orgullosa puede decir que de su metodología inclusiva vienen los fundadores de la mitad de las compañías de Silicon Valley, por ejemplo.

Esto no es algo azaroso. Las personas ven más allá de la idea de vender una imagen y exigen en lugar de eso acciones reales. En una industria como la publicidad donde el trabajo generalmente se subcontrata, las agencias deben cada vez más inmiscuirse en la cultura de su marca y donde el éxito de una campaña tiene que necesariamente estar ligado a proporcionar valor. Aquí está el dilema: a la publicidad ya no le servirá mentir. Ahí es donde entra el periodismo. En un mundo en crisis donde monetizar a la prensa se hace cada vez más difícil y el consumidor quiere información útil, mirar a la publicidad con lentes de periodista implica entregar contenidos interesantes y pertinentes a una marca. Por ejemplo, hoy en el iPad es posible crear avisos multimedia para una revista y si vemos un anuncio de una aerolínea, por qué no ofrecer un análisis de los destinos, ofrecer evaluaciones y permitir al usuario ver las críticas de otros pasajeros en el mismo aviso y dar el paso más allá: permitir al usuario comprar el ticket en el mismo espacio publicitario.

No basta con ser interactivo, lo importante es ser útil y honesto. Pensemos por ejemplo en los publirreportajes que probablemente ya nadie lee. Disfrazar un aviso de contenido periodístico es caer en un juego en el que las personas ya no están dispuestas a ser parte. Sin embargo, cuando uno genera valor agregado reconociéndose como marca pero demostrando una motivación real por ser honestos, es muy probable ser exitosos. Basta con mirar el teléfono y contar cuántas aplicaciones móviles provienen de una marca pero la utilizamos porque nos otorga un valor real.

En el mismo libro La Guerra de las Historias, se menciona el popular caso de la campaña Think Small de Volkswagen a fines de los ’50. En ella también está el máximo exponente de la brutal honestidad. Mencionando que el Escarabajo era eficiente, modesto y barato, llamándolo “un pedazo de basura” y recurriendo al humor para el relato. Si bien no terminó con la tendencia de fabricar falsas ansiedades de la publicidad de la época, sí demostró en contraste una alternativa: celebrar la honestidad como valor y estilo de vida. Atacar una necesidad real en lugar de crearlas. En periodismo esto también podría aplicarse. Por lo menos, a mi me encantaría ver que una rectificación de un error editorial saliera publicado como noticia. Ver un titular estilo “El Mercurio interpreta erróneamente estudio acerca de educación” en tamaño de noticia seria un gesto de confianza y honestidad increíble que vincula al lector con el diario de una forma mucho más real que un fe de erratas en texto de un punto en un rincón oculto de la última página.

En PUMO, uno de los expositores, Benjamín Ramírez de Ceronegativo, dijo que el desafío estaba en “no ser amigo de todos por tener la pelota de fútbol en el recreo, porque o si no, nadie te va a ir a ver el fin de semana”. Mirar la publicidad con lentes de periodista es eso: tener la motivación de generar contenido de real valor y, casi como consecuencia anexa, fidelizar a las personas por asociación a una marca que les otorga un beneficio en si mismo a través de sus anuncios. 

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